Todo programa político digno de este adjetivo procura los medios para que todos los miembros de una sociedad determinada alcancen la felicidad, en un orden justo de relaciones interhumanas. En último término, el sentido verdadero de la política es el bien de todos, el bien común.
Hablar de ‘programa político’ es hablar de un modo de concebir la organización de un Estado. Esta afirmación puede sustentarse en una pequeña pero sustanciosa obviedad: que el vocablo ‘política’ viene del griego ‘polis’: el modelo de ciudad-estado que, en general, se dieron las comunidades helénicas desde, por lo menos, siete siglos antes de nuestra era. Así que, en su sentido originario, la voz ´política´ designa los saberes, prácticas y estructuras relativas a la organización y conducción adecuadas de la polis.
Así, puede entenderse por ‘Estado’, en un sentido muy amplio, un modo de estructuración del espacio público: el espacio común a todas las personas que se adscriben a sus lindes: la res publica, aun cuando esa ‘cosa pública’, en algunos momentos de la historia y en algunas partes del mundo, se presente bajo la forma de un régimen monárquico. En este punto, las que se conocen como ‘república’ y ‘monarquía’ no presentan diferencias: ambas se dan como modos de articulación del espacio público, es decir, como variaciones del Estado. Por tanto, la afirmación formulada al principio puede traducirse de esta manera: todo programa político estimable se propone constituir un Estado justo, en el que todos sus ciudadanos puedan vivir una vida feliz.
Como puede observarse, esa tesis compromete de manera vinculante a la política con la felicidad. A reserva de que líneas abajo se aclarará la manera como aquí se entiende esta última noción, baste con señalar por el momento que ese compromiso opera como eslabón entre la política y la ética. Es decir: el hecho de propugnar una política para la felicidad presupone, en rigor, el necesario sentido ético de la política.